jueves, 12 de septiembre de 2013

Sobre el héroe discreto, Vargas Llosa, Pelayo Ortega y el sembrador...

            Mientras Adelaida iba al interior de la tienda y volvía, Felícito examinó en la penumbra del local las plateadas telarañas que caían del techo, las añosas estanterías con bolsitas de perejil, romero, culantro, menta, y las cajas con clavos, tornillos, granos, ojales, botones, entre estampas e imágenes de vírgenes, cristos, santos y santas, beatos y beatas, recortados de revistas y periódicos, algunas con velitas prendidas y otras con adornos que incluían rosarios, detentes y flores de cera y de papel. Era por esas imágenes que en Piura la llamaban santera, pero, en el cuarto de siglo que la conocía, a Felícito Adelaida nunca le pareció muy religiosa. No la había visto jamás en misa, por ejemplo. Además, se decía que los párrocos de los barrios la consideraban una bruja. Eso le gritaban a veces los churres en la calle: «¡Bruja! ¡Bruja!». No era cierto, no hacía brujerías, como tantas cholas vivazas de Catacaos y de La Legua que vendían bebedizos para enamorarse, desenamorarse o provocar la mala suerte, o esos chamanes de Huancabamba que pasaban el cuy por el cuerpo o zambullían en Las Huaringas a los enfermos que les pagaban para que los libraran de sus males. Adelaida ni siquiera era una adivinadora profesional. Ejercía ese oficio muy de vez en cuando, sólo con los amigos y conocidos, sin cobrarles un centavo. Aunque, si éstos insistían, acabara por guardarse el regalito que se les antojaba darle. La mujer y los hijos de Felícito (y también Mabel) se burlaban de él por la fe ciega que tenía en las inspiraciones y consejos de Adelaida. No sólo le creía; le había tomado cariño. Le daban pena su soledad y su pobreza. No se le conocía marido ni parientes; siempre andaba sola, pero ella.


(“El héroe discreto”, Mario Vargas Llosa, 2013)



El sembrador (2012-2013), por Pelayo Ortega. Óleo sobre lienzo. Galería Marlborough, Madrid.

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